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Marcha y paro
Dulce María Sauri Riancho (*)
Pasaron el 8 y el 9 de marzo. El 8, rodeado de algarabía, carteles y consignas, con marchas multitudinarias en numerosas ciudades del país. El lunes 9 retumbó la ausencia: millones de niñas y mujeres se ausentaron de sus trabajos, de sus escuelas; se resintió su ausencia tras las cajas de cobro de los supermercados, de las ventanillas de pagos de los bancos, en las aulas escolares, como maestras o alumnas, en la cocina o el mandado, todas ellas decidieron sumarse al “ninguna se mueve”.
Otras más quisieron hacerlo, pero patrones y empresas se los impidieron bajo el pretexto o razón de que sus servicios eran imprescindibles para mantener funcionando el negocio. En algunos casos, un tímido lacito morado pretendió llenar el vacío de la solidaridad.
Vale decir que México nunca había registrado un movimiento de esta magnitud, no solo por el número de quienes se expresaron el domingo pasado, sino por lo que sucedió en los hogares y familias, cuando se hablaron las razones de las madres, hijas, hermanas, para marchar, y después, para parar en sus tareas.
La conmemoración de 2020 estuvo dominada por el grito contra la violencia hacia las mujeres y las niñas. Es cierto: la mayoría de los muertos son hombres —9 de cada 10 asesinatos—, pero pierden la vida casi todos a manos de otros hombres, presumiblemente por disputas territoriales entre bandas del crimen organizado, por asaltos o por riñas sostenidas al calor del alcohol. En tanto, las mujeres y las niñas son privadas de la vida también por hombres, pero no para robarlas sino para violarlas, para mancillarlas y marcar en su cuerpo su “territorio”, su “propiedad”, cuando ellas deciden abandonarlos. Los victimarios no se limitan a dejar víctimas inertes, sino que las desuellan, las descuartizan y las tiran.
A los hombres no los matan por serlo; las mujeres son asesinadas por esa condición, que conlleva, hasta la fecha, la idea de ser “propiedad” u objeto de un hombre. Basta recordar que hasta hace muy poco tiempo existían en los códigos penales los denominados “delitos de honor”, llamados de esta manera para exculpar al marido cuando sorprendía a la esposa infiel y en un arranque de celos, decidía ejecutarla. Esta visión patriarcal de la justicia corresponde a una concepción discriminatoria acerca de la libertad de las mujeres, cuyos límites estaban marcados por el bienestar masculino.
El elemento común de la violencia es la impunidad que sienta sus reales cuando la mayoría de los homicidios no son investigados hasta llevar a los presuntos responsables a juicio. Sin embargo, en el caso de los delitos contra la integridad de las mujeres, entre los cuales los feminicidios —mujeres asesinadas por el hecho de serlo— son los más crueles, la situación es, si cabe, más alarmante.
A la sombra de la impunidad, los victimarios actúan con la certeza de que no serán aprehendidos; de que sus víctimas de violación no se animarán a denunciar y que, si lo hacen, serán sometidas a toda clase de presiones para desistirse.
La reclamación de la mitad de la población mexicana que somos las mujeres es directa y profunda: vivir en paz, sin miedo a ser asesinadas, mancillados nuestros cuerpos, herido nuestro espíritu.
Autoridades
Los gobiernos no pueden hacer oídos sordos ante esta demanda. Tienen la obligación de responder en forma efectiva a esta legítima exigencia. Pero ¿cómo hacerlo cuando el presidente de la república no comprende las diferentes formas en que mujeres y hombres viven la situación de violencia que se ha desatado en nuestro país?
El derecho a una vida libre de violencia es tanto de las mujeres como de los hombres. Pero la forma de hacerlo efectivo demanda diseñar y aplicar políticas públicas que reconozcan las diferencias. Por ejemplo, se requiere reactivar de inmediato los centros de Justicia para Mujeres, esfuerzo conjunto entre los gobiernos federal y estatales, así como organizaciones de la sociedad para atenderlas en forma integral. Se necesita retomar las experiencias exitosas de años anteriores, como los programas de coinversión de Indesol con diversas organizaciones sociales. Desde luego, los albergues y refugios para mujeres víctimas de violencia. El fortalecimiento de las secretarías de Igualdad o de las Mujeres en los estados es fundamental para que las acciones lleguen a los distintos municipios y no se queden en las capitales.
Atender el fenómeno de la violencia implica la tarea fundamental de prevenirla.
Desde luego que la educación tiene un importante papel, pero también algunas medidas como el mejoramiento de la seguridad en el transporte, alumbrado público de calidad en las colonias y barrios. Y el empoderamiento económico de las mujeres, que consiste en la capacidad de generar sus propios ingresos sin depender del marido proveedor, dará mayor fortaleza para ejercer su libertad.
La violencia de las estructuras sociales en contra de las mujeres se resiste a desaparecer porque tiene un profundo arraigo en la cultura, tradiciones y costumbres bajo las cuales crecen mujeres y hombres. Por esa razón, la respuesta ante el fenómeno de la violencia tiene cuatro fases, estrechamente vinculadas. Prevenir, Atender, Sancionar y Erradicar. En todas ellas, entender las diferencias entre mujeres y hombres es fundamental para poder diseñar políticas públicas que realmente cambien la realidad.
El discurso presidencial de la igualdad seguirá sonando hueco en tanto no exista este entramado de políticas y programas para erradicar la violencia en contra de las mujeres. No basta con gabinetes paritarios, ese es sólo el principio. Honrar las voces y la esperanza de millones de mujeres y niñas expresadas en las marchas del 8 de marzo y en la ausencia del lunes 9, demanda al presidente López Obrador reconsiderar su postura, rectificar sus acciones y materializar su compromiso con las causas de justicia e igualdad de las mujeres.—Mérida, Yucatán
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora y diputada federal plurinominal del PRI