CORONAVIRUS, RIESGO DE SEGURIDAD NACIONAL #Domingueando @ethelriq EN @LaCronicaDeHoy
La movilización de soldados y marinos para operar hospitales del sector salud y hasta privados, si fuera necesario, hacer compras sanitarias de emergencia y contratar personal médico civil, no es un simple Plan DN- III, sino la atención a una pandemia inscrita como riesgo y amenaza contra el Estado. Una acción de seguridad nacional.
Por ello no opera la Guardia Nacional, sino militares, porque la etapa preventiva y de seguridad pública se pasó, el presidente López Obrador la dejó ir mientras usaba mensajes contradictorios, imágenes retadoras y hacía de las políticas públicas una arena lúdica.
Pero la realidad lo llevó a un asunto de seguridad nacional; por eso, mediante una decisión ejecutiva publicada en el Diario Oficial de la Federación el viernes pasado, se autorizó, no al sector salud, no a la Secretaría de Gobernación y menos a la de Protección Ciudadana, sino a la comandancia operativa del Ejército mexicano, la organización de esta difícil etapa: la coordinación con los comités e instancias de protección civil y la operación de 27 hospitales que darán atención exclusiva a pacientes de coronavirus COVID-19.
Tras ser advertido de los riesgos no sólo para los mexicanos, sino y sobre todo para su gobierno, para su poderosa aprobación social que, según las cifras ya ha empezado a descender producto de su inacción y equivocada estrategia de salud, aquél Presidente altivo y retador a la pandemia, el que en febrero y casi todo marzo fluctuaba entre seguir las recomendaciones del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell o mejor llamar a la gente a salir a la calle (en bien de la economía, aunque fuera en perjuicio de la salud), terminó por ceder el mando a las Fuerzas Armadas.
Una entrevista publicada en estas páginas con el doctor Mondragón, funcionario de sanidad de la Secretaría de la Defensa Nacional, reveló la logística de operación de las Fuerzas Armadas en la etapa que se avecina, justo cuando se darían los casos más numerosos de la segunda fase y alcanzaríamos la tercera con muertes y picos de frecuencia de la enfermedad, lo que se lee ahí es la revelación de una estrategia de emergencia creada por la Sedena no sólo para apoyar en materia sanitaria, también, y sobre todo, política.
Porque el sector salud admitió no tener capacidad física instalada, personal especializado, material de curación, equipo ni capacidad de atención y mientras se repetían los mensajes de un Presidente contradictorio, la sociedad adoptó medidas sanitarias que le llegaban por chats, Facebook, Twiteer y vecinos, pero su pánico vació los anaqueles y mientras el Comité Nacional de Protección Civil, encabezado por un ineficiente Alfonso Durazo, se reunía para pelear por más recursos o por la forma de ocultar frecuencias de casos, la delincuencia se organizaba para provocar robos y asaltos.
En las primeras seis semanas de la epidemia, el gobierno de López Obrador operó sus malabares, tratando de deslumbrar con movimientos en dos planos: el de los mensajes y conceptos, con palabrería fácil de tragar, imágenes fáciles de recrear; y el de las acciones, con decisiones que parecieran importantes, trascendentes, distintas a lo que se veía en el resto del mundo y que pudieran modificar la realidad que la gente veía en la televisión.
Pero esa realidad llegó a México, apabullante, demoledora, aplastó a un López Obrador que en tanto daba besos salivosos a niños, saludaba de mano, organizaba eventos, planteaba que lo malo no llegaría y que él mismo estaba a salvo. Increíble estrategia. Un juego de omnipresencia u oráculo que terminó por devorarlo porque sus asesores, sus “alguienes” fallaron, la realidad superó los discursos, los símbolos, las imágenes y los juegos. El Presidente no podía jugar más con el sentimiento de terror, de impotencia, de pánico, zozobra y abandono gubernamental. Peor aún, despertó el de desconfianza, un adjetivo sumamente costoso para un gobierno de 30 millones de votos.
La herencia que en esas condiciones reciben los soldados mexicanos es terrible. La etapa de seguridad nacional que afrontan las secretarías de Defensa y Marina —actualmente con apenas 4 mil 500 millones de pesos para afrontarla—, tiene el objetivo de preservar la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano con instrumentos de actuación no coactivos, es decir, inteligencia estratégica, políticas públicas y uso de elementos castrenses.
Pero también el de dotar de calma a los civiles médicos y enfermeras que se integran; de confianza a los pacientes y población; de integridad el personal sanitario que se sabe vulnerable, incluso los de las propias Fuerzas Armadas, y más aún, a los derechohabientes de los muchos hospitales militares que quedarán asignados para atender casos de coronavirus y aceptarán población abierta, algo que en años, los familiares de militares no han hecho.
Nuevamente, como se ha hecho costumbre, son las Fuerzas Armadas las que salen a afrontar los asuntos complejos, los proyectos insostenibles e impresentables o a intervenir en bien de las políticas fallidas de un mando civil que se ha caracterizado por una desorganización derivada del monomando.
La frase empleada por el Presidente en la conferencia matutina de esta semana, donde a pregunta de una reportera interpela que el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas es él, deja en claro el tamaño del reto al que se enfrentan los soldados en esta etapa. Tendrán que actuar, decidir, resolver, pero sin levantar la mirada ante un mandatario que apenas ha aportado un Diario Oficial y una mínima cantidad de recursos, todo lo demás han sido equívocos, yerros e indefiniciones, lo mismo que sus secretarios de Salud, de Seguridad y de Gobernación.
Por eso estamos en fase de riesgo a la seguridad nacional. No por nada es que entran las Fuerzas Armadas, porque del tamaño del héroe es el nombre de la tragedia y si no fuera por ellos, que son los actuantes silenciosos, este gobierno bien podría pasar a la historia por su altísimo nivel de simulación y apariencia.
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