¿DE CUÁNDO ACÁ NOS COMPRAMOS LA DESIGUALDAD? / FABIOLA DÍAZ DE LEÓN-ESCUELA DE SEÑORITAS #JuevesDeMasColumnas @escdesenoritas
Ya no recordamos el momento en que el monoteísmo marcó la enorme diferencia entre lo femenino y lo masculino. Son más de miles y miles de años en que lo femenino se considera inferior a lo masculino. No sólo inferior, sino supeditado, dependiente, anclado a ser validado por lo masculino para poder ser.
Desde la antigua Grecia Pandora es el antecedente de Eva, ambas culpables de todos los males y, por ende, merecedoras de todos los castigos que se le apliquen a lo femenino. A lo femenino entendido como lo que es penetrado y lo masculino como aquello que tiene la capacidad de penetrar. En el sexo entre hombres se da comúnmente una discriminación a la parte pasiva de la relación. El que es penetrado es visto como inferior al omnipotente penetrador. Al que detenta la potencia activa se le ve como el poderoso y al que penetran se le relaciona con el principio femenino. Ya por ello se dice que es la “mujer” dentro de la relación. De ahí que la “mujer”, aún sin serlo, sea inferior. Sea menos. En las relaciones entre mujeres también se da la misma situación, los roles de pasiva y activa, pueden intercambiarse, pero, con frecuencia, se cuestiona: ¿quién es el hombre y quién es la mujer? Ante lo heteronormado hegemónico la homosexualidad es una copia “rarita” de la pareja heterosexual.
Entre hombre y mujer lo mismo: no importa cual sea la formación educativa, profesional o de capacidad económica, se espera que la mujer cumpla con los roles domésticos y de crianza por de facto. No importa que trabaje decenas de horas fuera de casa, lo común es que las labores del hogar tengan que ser satisfechas por ellas. Y después, cumplir con sus deberes maritales. La cama. Ellas pasan a cumplir con un servicio sexual que entienden como un deber, una obligación en la que es malo que no quieran tener sexo, o peor cuando lo desean.
El deseo en la mujer se promueve siempre y cuando cumpla la fantasía del otro o la otra o el otre, el deseo femenino entendido como un mecanismo autónomo (como lo es en los varones o lo masculino) que reclama satisfacción es una transgresión que muchas veces se castiga con violencia, rechazo, castigo y hasta la muerte.
Lo femenino encarnado en niñas, adolescentes o adultas, nacidas o no como mujeres, aquí entran las poblaciones trans y no binaries, y los hombres que adoptan el rol pasivo que en un determinado momento encarnan esa posibilidad de penetración o servilismo sexual supeditado al deseo del otrx, es causante de pecado, de culpa, de incitadorxs o perversxs y la violencia llega a grados innombrables. Todo tipo de torturas son pocas, las vejaciones caen como cascadas. El feminicidio y los crímenes de odio se repiten con inusual repetición todos los días. La culpa es la suficiente para justificarla. La culpa del otro se cura con sangre, con violencia, con castigo, con la vida. Como si de alguna manera el sacrificio purificara el pecado en el que caen por incitarlos al deseo. El deseo no solo del otro cuerpo, el deseo de satisfacer las pasiones propias sean estas un mero coito, manoseo, juego sexual o violencia, asesinato, tortura. El satisfactor está ahí. En un mero muerto el perro se acabó la rabia. Pero no es así porque una y otra vez esto se repite en diferentes momentos, en diferentes cuerpos, en diferentes sujetos de castigo.
Esto es someramente la desigualdad entre lo masculino y lo femenino que no es privativo de hetero u homosexuales. De hombres y mujeres. Es privativo de la humanidad que se empeña en hacer la diferencia.
Eliminarla es lo que se pretende y en ello se van las vidas gratuitamente entre el que es poderoso y el que no lo es. El que lo es, mata, el que no lo es, muere.