FERNANDO AGUIRRE RAMÍREZ / CRÓNICA DE UN VIAJE POR LA RIVIERA OAXAQUEÑA #JuevesDeMasColumnas @feraguirrermz
La costa oaxaqueña bien pudiera ser llamada la riviera oaxaqueña. Entre Puerto Escondido y Huatulco se extiende un corredor costero de casi 130 kilómetros, similar al Cancún-Tulum. Para quienes conocemos y hemos disfrutado de estas playas que bañan a esta bella región de Oaxaca, sabemos que no le piden nada al Caribe mexicano u otras del país. Es más, me jacto en decir que no están contaminadas, no hay sobrepoblación, no hay sargazo, no se vive una inseguridad como en otras partes y pareciera que el tiempo es generoso por veces y se detiene para hacernos disfrutar ese paraíso que hoy está de “moda”.
Hasta hace unos meses, hacer un viaje por tierra a Puerto Escondido era una hazaña. Las dos carreteras federales, vía Sola de Vega o Pochutla, que comunican a la costera oaxaqueña con la capital del estado en poco más de 200 kilómetros tomaba un trayecto de entre siete u ocho horas; de las curvas y el estado de las carreteras mejor ni hablamos, aunque debo reconocer que la ruta atraviesa y nos acerca a pueblos mágicos como Juquila y San José del Pacífico.
A casi 30 años de operación de la supercarretera Cuacnopalan-Oaxaca, que conecta a la Verde Antequera con la Ciudad de México y que significó una gran apertura al resto del país, por fin se inauguró la carretera Barranca Larga-Ventanilla. Una obra esperada en el estado que tomó construirla y concluirla en al menos cuatro administraciones estatales y tres sexenios presidenciales; hoy se le hace justicia a un rincón que vivía prácticamente incomunicado, como lo dice su nombre “Escondido”. Ahora sí, Oaxaca podrá conocer su mar en tan sólo tres horas.
No se trata de una autopista como han querido publicitarla, porque no entra en las características que marca el Instituto Mexicano del Transporte, pero sí es una “super carretera”, que se traduce en una mejor infraestructura que permite el arribo del turismo regional, nacional y extranjero para este puerto y sus alrededores, que principalmente viven de esta actividad.
La nueva vía trae un cambio significativo para la población de esta zona que podrá tener mayor conectividad con su ciudad capital y otros puntos del país, lo que conlleva beneficios en términos de comercio, salud, educación, servicios, etcétera. Pero hay algo que también preocupa a los habitantes y es evidente para el viajero: la explotación comercial que se refleja en la venta voraz de terrenos, muchos de ellos en zonas naturales protegidas y áreas vírgenes.
Duele ver miles de anuncios de venta de terrenos en esta gran franja costera, muchos cooptados por grandes inmobiliarias, que bajo la premisa de “vivir o invertir en las playas de moda”, buscan fomentar la gentrificación sin asegurar equilibrios ecológicos, sustentables, sociales que aseguren una política económica redistributiva en favor de los oriundos de la zona, y tristemente todo ello bajo el cobijo y permisividad de las autoridades locales que se hacen de la vista gorda.
Es difícil creer que existan estudios de impacto ambiental cuando los terrenos ofertados se ubican no sólo a orilla de playa, sino en zonas cercanas a esteros, ríos, lagunas, incluso cerca del santuario de tortugas marinas en Playa Escobilla. El paisaje empieza a verse más urbano y menos verde, me aterra imaginar que en unos años la zona termine tan explotada como la costa quintanarroense.
En estas últimas semanas, la constante es ver playas abarrotadas, y es ahí cuando cabe hacerse el planteamiento de cómo van a sortear los habitantes temas como la contaminación en todas sus formas, escasez de agua, tráfico y movilidad, la inseguridad —que se incrementará con el flujo de población— y se sumarán un sinfín de problemáticas más. Los tres órdenes de gobierno están a tiempo de prevenirlas y atenderlas.
Ya tenemos carretera, pero digamos adiós al Puerto Escondido de antaño, ése con el que crecí en los años 90.