FERNANDO AGUIRRE RAMÍREZ / ¡QUE DIOS BENDIGA A BRASIL! #Domingueando @feraguirrermz

COLUMNA, NACIONAL, POLÍTICA

El próximo domingo 30 de octubre, en segunda vuelta electoral, los brasileños están en la encrucijada de votar por la permanencia de un gobierno fascista y desastroso de ultraderecha con Jair Bolsonaro o por la alternancia con Luiz Inácio Lula da Silva, que representa un populismo salpicado por señalamientos de corrupción y que ya gobernó la primera década de este siglo. En pocas palabras, ni a cuál irle.

Está claro que, desde antes de la primera vuelta, en Brasil se vivía —y continúa— una polarización extrema electoral que es el reflejo social de lo que padece esta nación y otros países más, pues a pesar de que participaban 11 candidatos presidenciales, la disputa prácticamente se centró entre los dos polos opuestos, lo que viene siendo chairos contra fifís brasileños.

Para Jair Bolsonaro, el actual presidente que busca la reelección, la evaluación de su desempeño en estos cuatros años se pone a prueba y la mala gestión del manejo de la pandemia de covid-19, los señalamientos de corrupción, la deforestación de la Amazonía, su marcada fobia a ciertos grupos sociales y, fundamentalmente, los temas económicos como el desempleo, recesión e inflación que han pegado en el bolsillo de los brasileños, han mermado su posibilidad de alcanzar un segundo periodo.

Por su parte, durante casi 40 años, Lula da Silva ha permanecido de una u otra forma vigente en la vida política brasileña. Diputado federal, cuatro veces candidato presidencial, dos veces presidente de la República, ministro, líder sindicalista y fundador del Partido de los Trabajadores, además de su trama de acusación por corrupción en el caso Lava Jato, su condena y posterior anulación, le han valido para ser la figura política más mediática y reconocida de los últimos tiempos en el país amazónico.

Da Silva siempre acarició la idea de dejar como legado un proyecto de gobierno que transformara de raíz la vida de los brasileños y que las nuevas generaciones se unieran a ese gran movimiento social pacifico. ¿Le suena conocido este sueño? Por ello, impuso como sucesora, a una menos carismática, Dilma Rousseff, que salió disparada de la silla presidencial cinco años después y se hizo trizas su aspiración.

Ahora vuelve con ese aire combativo a jugársela de nuevo e insistir, como desde su primer gobierno, de “mudar (cambiar) a Brasil, que cambié la historia, la autoestima del pueblo brasileño, la vida del pueblo”, pero él sabe —y lo ha dicho— que esto no fue posible en sus primeros 8 años de gobierno, y tampoco lo serán seguramente otro periodo o los años que quiera eternizarse en el poder, porque, además, esta vez el tiempo le juega en contra con sus 76 años de vida a cuestas.

Quien se autoconsidera patriarca de Brasil, está muy cerca de obtener su tercer mandato presidencial, así lo señalan las encuestadoras más importantes del país, 49% para él, contra 45% para Bolsonaro. La mesa está puesta para que el compañero Lula regresé de nuevo con bombo y platillo a la presidencia de Brasil.

Nada más decepcionante que ver a esos políticos aferrados al poder que les cuesta trabajo desprenderse de su egolatría al considerarse indispensables y sempiternos. El culto a la personalidad y la movilización de las masas parece revitalizar a estos personajes populistas, sean de izquierda, centro o de derecha.

Nunca segundas partes fueron mejores, el candidato del partido de los trabajadores se pone a prueba con tal de buscar una glorificación en la historia, su leyenda ya estaba inscrita en ella, ¿Qué le lleva a querer insistir y regresar de nuevo al poder, acaso no hay generaciones de políticos nuevos que representen e impulsen sus preceptos?

Lula da Silva afirmaba efusivo al cierre de su gobierno anterior que había demostrado al pueblo brasileño que “es posible elegir a un obrero metalúrgico, y ese metalúrgico les probó que supo gobernar mejor que mucha gente que tiene infinidad de diplomas”. ¿Qué es lo que va a probar ahora?