“LA, LA, LAND” SE ENCAMINA A RECIBIR TODAS LAS ESTATUILLAS
ALAN RODRIGUEZ @kromafilm.- Es curioso para casi todos, el hecho de que en el cine, el término “musical” como etiqueta para designar un género en particular no fue aceptado de forma popular hasta más o menos finales de 1931, cuando este tipo de películas ya no eran favoritas entre el público.
Según Rick Altman, hasta 1929 no existía ningún género musical como tal en el cine. Pero ese año se llegaron a producir más de 50 películas que hoy se consideran musicales, y en 1930 alrededor de 77. La producción se vino abajo en 1931 cuando se hicieron solo 11 y únicamente 10 en 1932.
Es así que sin ser musicales cuando fueron muy aplaudidos, varios filmes se convirtieron en musicales de forma retroactiva empezando la década de los treinta, precisamente porque mostraban un estilo que ya no estaba de moda. El musical dejó de interesar porque la gente se había cansado.
Ahora, con la llegada de La La Land: Una historia de amor (Estados Unidos, 2016), el género cinematográfico más optimista y jubiloso de todos se reanima. Y sucede que en plena época de zombies, superhéroes, catástrofes, distopías y batallas intergalácticas predominando en la gran pantalla, un musical chorreante de cursilería llama la atención por sus múltiples premios y por sus 14 nominaciones al premio Óscar, igualando la marca establecida por Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950) y Titanic (James Cameron, 1997).
La película de Damien Chazelle se estrena este 3 de febrero. Ha provocado aplausos por su devoto homenaje a varios clásicos, así como rechazo por su tropicalización de lo hecho por quienes han enaltecido el género musical en el cine. Relectura o plagio, me parece más interesante pensar en el resultado.
En La La Land conocemos a Mia (Emma Stone), aspirante a actriz y barista en un café dentro de los estudios de Hollywood quien va de fracaso en fracaso en sus audiciones. Atraída por una melodía hipnótica, va y se cruza en un bar con Sebastian (Ryan Gosling), un solitario pianista obsesionado con el jazz y empeñado en abrir su propio club. Poco a poco se irá tejiendo un cálido romance pero la ambición de los dos por llegar a la cima amenaza con separarlos.
Ya se ha dicho mucho sobre las influencias que Chazelle deja ver en su película, que al menos le tomó seis años desarrollar. Está llena de guiños a títulos como Pies de seda (1937), Un americano en París (1951), Cantando bajo la lluvia (1952), Rebelde sin causa (1955) Amor sin barreras (1961), Los paraguas de Chesburgo (1964), Las señoritas de Rochefort (1967), etc.
Su aventura ha consistido en adecuar las convenciones de un género eminentemente clásico, a los códigos de representación, narración y persuasión que dicta el cine actual. Apasionado del género, el realizador se propuso hace un musical fastuoso e imponente. Para ello tuvo a bien respetar algunos elementos constitutivos del musical de Broadway.
Un experto en el tema como Jack Viertel (autor de The Secret Life of the American Musical: How Broadway Shows Are Built) ha identificado lo que llama song plot, una especie de gráfica o secuencia de números musicales que es convencional en los espectáculos de Broadway.
En esta estructura, aparece lo que llama la canción I want, que sirve para que el o los protagonistas expongan sus objetivos. Por ejemplo, en La La Land escuchamos que Mia interpreta Someone in the crowd acompañada de sus locas amigas, cancioncilla alegre que nos hace ubicarla como alguien “esperando ser encontrada”.
Hay también lo que Viertel llama una canción de amor condicional (If I loved you, not I loved you), en la que se muestra el interés mutuo de la pareja pero cuya relación supone un dilema. Emma y Sebastian comienzan a agradarse ahí cuando se arrancan con canto y baile de A lovely night (con colorido atardecer de fondo, como vimos a Gene Kelly y Debbie Reynolds en Singing in the rain), pieza en la que dejan ver que se gustan pero no se gustan.
El musical no es un género fácil de asimilar. Una película de este tipo puede resultar insoportable apenas a los cinco minutos de haber iniciado (como puede pasar con Los paraguas de Chesburgo, la película favorita de Chazelle) principalmente si todo, absolutamente todo, se dice de manera cantada.
Pero La La Land establece su propia dinámica, más activa y multiforme, a partir de la convicción de su autor de que los tempos en el cine y la música son muy parecidos (nos quedó claro desde Whiplash). Por eso en el filme hallamos balance entre agitación y calma, entre alegría y tristeza. No se ‘padecen’ los números musicales pues, a lo dicho por Viertel, ellos refuerzan la acción dramática en el relato. Cumplen cuando deben su función de cambiar el humor o provocar un estallido de energía; gozan además de “su propio arco de placer”.
Viertel afirma que los musicales en general son sentimentales, llenos de falsos optimismos y glamour del espectáculo, y quizás no se equivoca al señalar que ocasionalmente consiguen momentos de profundidad. Ofrecen un mundo en el que entusiasma vivir por un rato, un mundo dotado de un vigor que no se encuentra en la vida real. Por eso es que La La Land es un musical tentador incluso para quienes no gustan del género.
Película hecha a caballo de lo antiguo y lo actual, hay que atreverse a dejarse llevar por su historia sobre dos soñadores luchando por alcanzar sus metas atrapados en un mundo donde el rechazo es la regla. Hay que concederle la oportunidad de relajarnos con su levedad, su vitalidad, su efervescencia visual, su voluntad de hacernos pasar un buen rato lejos de ambiciones intelectuales. Hay que flipar con su cúmulo de fantasías, que eso también es, y ha sido, el cine.