#LASCOLUMNASDELVIERNES / ELLAS EN EL RETROVISOR ‘THE CROWN’: LA FELICIDAD IMPOSIBLE

COLUMNA, NACIONAL, POLÍTICA

En el pico de la fiebre del consumo individualizado pero colectivo de la cartelera de Netflix, encontré en la tercera temporada de The Crown una alegoría terrible y cruda de cómo la celebridad y el éxito de los poderosos se sustenta en la renuncia obligada de su familia a una vida felizmente ordinaria.

Es un fenómeno cada vez más subrayado en esta época de escrutinio público y de espectáculo en tiempo real a costa de los famosos, quienes a su vez lo son gracias a esa condición de sujetos en permanente observación.

Ya en la cobertura periodística de las actividades presidenciales mexicanas, entre los años 2002 y 2012, comprendí la condición vulnerable de quienes acompañan al protagonista del poder Ejecutivo, en tanto se convierten en víctimas inescapables de las sanciones políticas y morales que se van conformando en el imaginario colectivo en torno al gobernante.

Se trata de una circunstancia que siendo de privilegio –la de ser parte de la familia del poderoso en turno–, termina generalmente tornándose en una desventaja, una losa, un estigma.

Y aunque en el caso de la serie que nos ocupa, el personaje es la reina Isabel II, al final se trata de una recreación aplicable a las vicisitudes que afrontan los acompañantes del hombre o la mujer en el ejercicio de una investidura que, en teoría, debe encarnar la perfección y el deber ser de lo que en su momento se considera lo moral y políticamente correcto.

Así, The Crown, desde su primera y segunda temporada muestra las dolorosas renuncias que la protagonista impone a su hermana y la soledad que caracteriza a su primogénito en los años de la formación escolar. Porque les está negada una vida ordinaria.

Pero es en la temporada tres cuando los más cercanos a la reina experimentan el vacío, la insignificancia en medio del oropel y el sentimiento de sacrificio injusto en nombre de conductas y valores tan incumplibles como inútiles para la realización personal: evitar la diversión de los mortales y elegir pareja pensando siempre en la corona.

La actuación de Olivia Colman nos permite atestiguar el resignado sufrimiento de una Isabel II que se da cuenta de la frustración del esposo en el montaje cotidiano del Palacio de Buckingham y que, atónita, descubre cómo su primogénito entra a la adultez renegando del código monárquico.

En medio de la situación de excepcionalidad que otorga la realeza, la serie es hilvanada por un guion que también reparte sentencias para los mortales.

He aquí dos muestras:

“La edad rara vez es amable con alguien. No se puede hacer nada. Excepto aceptarlo”.

“Hacemos lo que podemos con nuestro destino”.

Hay también consejos para los hombres y las mujeres de poder: “Nadie necesita la histeria de un jefe de Estado”.

Y reflexiones sobre porqué el personaje de poder termina compartiendo momentos de lustre con su cónyuge, como un intento de retribuir o reparar, quizá, el costo personal de la carga que significa la tarea de consorte.

“Aunque no entiendo la televisión, sí entiendo el matrimonio y cuándo es importante dejar brillar al otro”.

The Crown nos muestra lo vulnerable que se torna la felicidad íntima y amorosa en medio de los códigos del poder, confirmándonos que el libre albedrío fluye más y mejor en medio de la vida ordinaria, entre los ciudadanos de a pie, los del metro y los que acuden al bar y a las cantinas en calidad de comensales comunes y corrientes.

Es tan contundente ese mensaje en la serie que, para quienes ya la hemos disfrutado, resulta explicable y aplaudible lo sucedido esta semana en la llamada familia real, cuando uno de los nietos de la reina, Enrique de Inglaterra, anunció que él y su esposa Meghan abandonarían gradualmente los compromisos públicos que les asigna el Palacio de Buckingham.

“Pretendemos dar un paso atrás en nuestro papel de miembros sénior de la familia real y trabajar para ser económicamente independientes (…) Planeamos equilibrar nuestro tiempo entre el Reino Unido y América del Norte y seguir cumpliendo con nuestros deberes respecto a la reina, la Comunidad de Naciones y las organizaciones de nuestro patronazgo. Este equilibrio geográfico nos permitirá educar a nuestro hijo en el aprecio a la tradición real en la que nació, a la vez que aportará espacio a nuestra familia para enfocarnos en un nuevo capítulo de nuestra vida”, se informó en el comunicado que la pareja difundió.

Es un mensaje que confirma, sin alegorías ni interpretaciones de por medio, el valor que el libre albedrío tiene en nuestro tiempo para la construcción de la plenitud personal.

Y si bien el capítulo protagonizado por Enrique y Meghan forma parte de la novela monárquica, esa aspiración por un poco de vida ordinaria denota la asfixia que los jóvenes, independientemente de su condición social y geográfica, experimentan hoy cuando se pretende imponerles cartabones de comportamiento.

Celebremos, pues, este inicio del 2020, aprendiendo a disfrutar las hazañas que cotidianamente realizan los hombres y las mujeres que, desde nuestra condición ordinaria, defendemos el derecho a elegir, a la diversidad, a la diferencia, a decidir, a no conformarnos con el “así son las cosas”, cuando éstas resultan injustas, inequitativas o fuente de infelicidad.