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NACIONAL

La historia del asalto mortal a un pueblo mexicano cerca de la frontera con Texas. Y la operación antidrogas estadounidense que lo desencadenó.
por Ginger Thompson, ProPublica

Este articulo ha sido co-publicado con National Geographic.

José Juan Morales, coordinador de investigadores, Subprocuraduría de Personas Desaparecidas en el estado de Coahuila: Tenemos testimonios de personas que afirman que participaron en el crimen. Se hablaba de alrededor de 50 camionetas que llegaron a Allende con gente vinculada al cartel. Ingresaron a domicilios, los saquearon, quemaron. Después de saquearlos, llevaron a las personas que vivían en los domicilios a un rancho a las salidas de Allende.

Primero los mataron y luego los metieron a una bodega donde había pastura, los rociaron con diésel y les prendieron fuego. Estuvieron alimentando el fuego horas y horas.
José Juan MoralesCoordinador de investigadores, Subprocuraduría de Personas Desaparecidas en el estado de Coahuila

LOS INDICIOS DE QUE ALGO INNOMBRABLE pasó en Allende son contundentes. Cuadras enteras, en algunas de las calles más transitadas del pueblo, yacen en ruinas. Mansiones que fueron ostentosas hoy son cascarones desmoronados, con enormes agujeros en las paredes, techos carbonizados, mostradores de mármol agrietados y columnas colapsadas. Esparcidos entre los escombros quedan los vestigios raídos y enlodados de vidas destrozadas: zapatos, invitaciones a bodas, medicamentos, televisores, juguetes.

En marzo de 2011, el tranquilo pueblo ganadero, de unos 23 000 habitantes y a solo 40 minutos en auto de la frontera con Texas, fue atacado. Sicarios del cartel de los Zetas, una de las organizaciones de narcotráfico más violentas del mundo, arrasaron Allende y pueblos aledaños como una inundación repentina; demolieron casas y comercios, secuestraron y mataron a docenas, posiblemente a cientos, de hombres, mujeres y niños.

La destrucción y las desapariciones se sucedieron erráticamente por semanas. Solo unos pocos familiares de las víctimas — en su mayoría los que no vivían en Allende o habían huido — se atrevieron a buscar ayuda. “Quisiera aclarar que Allende parece zona de guerra” se lee en un informe acerca de una persona desaparecida. La mayoría de las personas a las que les pregunté por mis familiares respondió que no debería seguir buscándolos, porque a los de afuera no los querían y los desaparecían”.

Pero, a diferencia de la mayoría de los lugares en México destrozados por la guerra contra las drogas, lo que pasó en Allende no se originó en México. Comenzó en Estados Unidos, cuando la Administración para el Control de Drogas (DEA) logró un triunfo inesperado. Un agente persuadió a un importante miembro de los Zetas para que le entregara los números de identificación rastreables de los teléfonos celulares que pertenecían a dos de los capos más buscados del cartel, Miguel Ángel Treviño y su hermano Omar.

Entonces, la DEA se la jugó. Compartió la información con una unidad de la policía mexicana que, por mucho tiempo, ha tenido problemas con filtraciones de información, aunque sus miembros habían sido entrenados y aprobados por la DEA. Casi de inmediato, los Treviño se enteraron de que habían sido traicionados. Los hermanos planearon vengarse de los presuntos delatores, de sus familias y de cualquiera que tuviera un vínculo remoto con ellos.

La atrocidad en Allende fue particularmente sorprendente, porque los Treviño no solo habían basado algunas de sus operaciones en las cercanías — con movimientos de decenas de millones de dólares en drogas y armas por la zona cada mes — sino que también habían hecho del pueblo su casa.

Durante años después de la matanza, las autoridades mexicanas solamente hicieron esfuerzos inconsistentes para investigar. Erigieron un monumento en Allende para honrar a las víctimas, sin determinar por completo lo que había sido de ellas ni castigar a los responsables. Al final, autoridades estadounidenses ayudaron a México a capturar a los Treviño, pero nunca reconocieron el costo devastador de ello. En Allende, la gente sufrió, sobre todo en silencio, porque estaban demasiado asustados para hablar públicamente.

Hace un año, ProPublica y National Geographic emprendieron la labor de juntar las piezas de lo que pasó en este pueblo del estado de Coahuila: dejar a los que sufrieron la mayor parte del ataque, y a los que tuvieron algún papel en él, que contaran la historia en sus propias palabras, con frecuencia con gran riesgo para sus vidas. Voces como estas rara vez se han escuchado durante la lucha contra el narcotráfico: funcionarios locales que abandonaron sus puestos, familias asediadas por el cartel y por sus propios vecinos, operarios del cartel que cooperaron con la DEA y vieron asesinados a sus amigos y familias, el fiscal estadounidense que supervisó el caso y el agente de la DEA que lideró la investigación y quien, como la mayoría de la gente en esta historia, tiene vínculos familiares en ambos lados de la frontera.

Cuando le preguntaron durante una entrevista sobre su papel en el caso, el agente, Richard Martinez se desplomó en su silla, con lágrimas en los ojos. “¿Cómo me hizo sentir el hecho de que la información se hubiera filtrado? Prefiero no decirlo, para ser honesto con usted. Me gustaría dejarlo así. Prefiero no decirlo”.