PRESIDENCIAL; ¿QUÉ ESTÁ PASANDO? @DulceSauri #JuevesDeMasColumnas EN @DiariodeYucatan

COLUMNA, NACIONAL, POLÍTICA

El pasado viernes, en Oaxaca, un acto encabezado por la presidenta Sheinbaum y el gobernador Jara fue interrumpido por la saxofonista María Elena Ríos.

Víctima de un brutal ataque con ácido que dañó severamente su rostro, María Elena ha luchado incansablemente para que se haga justicia y el autor intelectual de la agresión en su contra sea sancionado severamente. Hombre de poder, hasta la fecha ha logrado mediante distintos subterfugios, evadir el castigo.

María Elena subió al templete casi al terminar el evento, tomó el micrófono, hizo su denuncia y desplegó una manta que sintetizaba su reclamo.

Dos mujeres —María Elena y la presidenta— se miraron. . “Me rindo”, dijo la víctima. El bastón “de mando” que portaba la presidenta hizo más dramático el momento.

Sobre la tragedia sufrida por María Elena Ríos mucho se ha escrito. De poco ha servido la alternancia partidista en Oaxaca para lograr justicia. Fueron también difíciles minutos para Claudia Sheinbaum, cuya actitud osciló entre el asombro y la empatía.

En tiempos presidenciales anteriores, comenzando por el más próximo, ¿hubiera sido posible que una persona burlara la seguridad de un evento formal y llegara, manta en mano, a apoderarse del micrófono ante la mirada impávida de los otros siete integrantes del presídium? ¿Qué pasó abajo, entre la concurrencia?

Sabido es que cualquier acto con presencia de la presidenta o de los gobernadores es un imán para quienes tienen reclamos o legítimas exigencias que quieren poner en conocimiento de aquell@s que, consideran, tienen poder suficiente para resolverlos.

Por eso, durante muchos años los equipos que preparan las giras presidenciales invariablemente tratan de prever y resolver situaciones que pueden derivar en tensión. Es una labor meticulosa, callada, pero eficaz, no sólo para contener sino también para derivar a entrevistas con otros funcionarios o con el propio primer mandatario, en otro momento.

Las imágenes mostraron la soledad de la presidenta Sheinbaum. No hubo el mínimo intento de intervención por parte del gobernador Jara o cualquiera de los personajes del presídium. Dejaron transcurrir, dejaron hacer, voltearon a otro lado.

Me pregunto si hubiera sido la misma actitud si el interpelado hubiese sido el expresidente López Obrador en un evento formal, organizado por el gobierno de Oaxaca. Inimaginable, ¿verdad?

Poco más tarde, en Putla, municipio de la Sierra Sur del propio estado de Oaxaca, el gobernador Salomón Jara fue abucheado por los asistentes al mitin encabezado por la presidenta Sheinbaum. Nadie irrumpió en el presídium, pero la multitud manifestó su rechazo con gritos y descalificaciones hacia quien, consideran, ha tenido un deficiente desempeño.

“Gajes del oficio (político)”, es cierto. Pero también estas actitudes indican que la temperatura sube en el termómetro social, en distintas regiones del país. Que el aplauso y la tolerancia del sexenio pasado se están agotando rápidamente. Que la novedad de una mujer en la presidencia de la república puede desvanecerse ante los problemas y las dificultades de la vida cotidiana, ante la violencia y la inseguridad, la falta de medicamentos, el aumento de precios. Que los apoyos en dinero muy pronto van a ser insuficientes para contener el malestar social.

El sistema político mexicano es presidencialista y la figura presidencial es su epicentro. La estrategia de la transición democrática realizada desde 1977 y en forma acelerada a partir de 1996, descansó en atemperar la concentración de poder en la institución presidencial.

Desde 2018 se ha revertido este proceso. Los “once pilares” del presidencialismo mexicano de la década de 1970 han sido restaurados: jefatura del partido dominante (Morena); dominio sobre el poder Legislativo; dominio sobre la Suprema Corte de Justicia a partir de su integración con elementos afines; influencia determinante en la economía por sus facultades en la materia (solo se salva, todavía, la autonomía del Banco de México); mando de las fuerzas armadas; influencia en la opinión pública a partir de controles y facultades sobre los medios masivos de comunicación; concentración de recursos en el poder ejecutivo federal; facultad de designar a su sucesor/a y a las y los gobernadores de las entidades federativas y control sobre el proceso electoral y sus órganos; determinación de la política internacional sin contrapeso del Senado; gobierno directo sobre el Distrito Federal (hoy Ciudad de México, atemperado por el perfil político de la actual jefa de gobierno). Y por último, el undécimo pilar: el elemento psicológico en la sociedad que acepta el predominio presidencial sin que se le cuestione.

Sin embargo, la restauración del presidencialismo autoritario en la tercera década del siglo XXI carece de un componente esencial: la estructura institucional que permitía el traspaso de su enorme poder de la persona titular del ejecutivo federal a su sucesora sin mayores turbulencias.

Antes, las facultades eran plenas, pero prestadas por un periodo de seis años. En el periodo pasado, el expresidente López Obrador desmanteló la institución y reforzó la figura presidencial, es decir, personalizó la presidencia basada en su liderazgo carismático. La institución se transmite, pero el carisma no se hereda. Su sucesora tiene el poder formal, pero su ejercicio real está condicionado a la percepción popular de que el mandato se ejerce desde un rancho de Tabasco o por el fantasma de Palacio Nacional.

Parece un contrasentido señalar que, a pesar de las numerosas reformas constitucionales destinadas a reconcentrar el poder, la figura presidencial encarnada en Claudia Sheinbaum se percibe aún débil. Solo así me explico la actitud del gobernador Jara y de los integrantes del presídium en el evento del pasado viernes en Oaxaca.

El restablecimiento del presidencialismo autoritario no es el mayor mal que amenaza al sistema político mexicano. El riesgo estriba en que la restauración del autoritarismo se realice en el nuevo partido político, Morena, ente supraconstitucional del cual dependan la institución presidencial y los demás cargos de representación popular.

Sería un nuevo modelo político, inédito en nuestra historia, entonces sí, para un nuevo régimen. Muy lejos de la democracia, la participación ciudadana, del pluralismo y la diversidad que requiere el país.— Mérida, Yucatán.

dulcesauri@gmail.com

Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán