ROMANTICISMO NICARAGÜENSE #MartesDeColumnas

COLUMNA, NACIONAL, POLÍTICA

Por Fernando Aguirre

 

Yo quiero patria libre o morir.

Augusto César Sandino

 

El artículo primero de los estatutos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) dicta que su objetivo es “alcanzar la felicidad de todos los nicaragüenses, edificando una sociedad con democracia política y económica, justicia social y un verdadero Estado de derecho”. En los hechos, nada más que la utopía.

Aquel partido que nació en la década de los años 60 a través de la lucha armada y que uno de sus estandartes fue el derrocamiento de la dictadura de la familia Somoza, al frente del gobierno de Nicaragua desde 1937 hasta 1979, hoy sólo es comparsa de Daniel Ortega Saavedra, que se prolonga en el poder e inicia su quinto mandato presidencial en medio del repudio nacional, condena y aislamiento internacional.

No es la primera vez que el espaldarazo hacia los gobiernos nicaragüenses pone en dilema el actuar de la política exterior de nuestro país, hace más de un siglo se vivió un episodio que bien valdría la pena tomarlo en cuenta.

En el libro La lucha por el poder en Centroamérica, 1890-1909: México y el gobierno de José Santos Zelaya en Nicaragua del Centro de Investigación Internacional del Instituto Matías Romero, se describe, a través de la recopilación de archivos históricos y crónicas diplomáticas de aquella época, que Guatemala y Nicaragua se enfrascaron en una lucha por la dominación en la región centroamericana, la cual respondía a intereses político-económicos estadunidenses y también mexicanos.

La investigación histórica refiere que distintos gobiernos guatemaltecos intentaron formar una Unión Centroamericana con el apoyo de Estados Unidos para no sólo fortalecerse en la zona, sino también lograr un contrapeso regional y político frente a México, derivado de la tensión entre ambos por los conflictos limítrofes en el Soconusco. La visión del gobierno porfirista fue evitar tener un vecino poderoso al norte y un bloque unido en su frontera sur, por ello, mostró decidido respaldo al gobierno nicaragüense de Santos Zelaya en su frente antiunionista de la región.

Después de varios años de invasiones y conflictos armados entre los países centroamericanos por la dominancia regional, Nicaragua se condujo con habilidad diplomática para contar con el apoyo de El Salvador, Honduras y Costa Rica para convenir un tratado de paz dejando aislada a Guatemala. La respuesta de este país fue cabildear en Washington la idea de que el presidente Zelaya encabezaba un bloque hostil al gobierno norteamericano, reforzado, además, por las tensiones que ocasionó la cancelación de la construcción del canal en territorio nicaragüense y hacerlo en el recién independizado Panamá.

Tras varios intentos, la ocasión de secundar el fin del régimen de José Santos Zelaya se presentó para los norteamericanos en 1909, luego de la detención y ejecución de dos conciudadanos que participaban en una sublevación en territorio nicaragüense. México, lejos de prestarse a ser aliado incondicional de Estados Unidos como esperaba el gobierno de William Taft, centró sus esfuerzos para moderar la beligerancia norteamericana contra el país centroamericano y puso su empeño para salvaguardar la integridad del presidente Zelaya.

El cañonero mexicano general Guerrero fue enviado al puerto de Corinto para trasladar a territorio mexicano a José Santos Zelaya, quien dimitió al poder a sugerencia de Díaz. La operación fue concluida el 24 de diciembre de 1909.

El diplomático Federico Gamboa escribe en sus memorias que, en marzo de 1910, el nuevo embajador norteamericano en México, Henry Lane Wilson, calificó el rescate de Zelaya como “romanticismo latino […], puro romanticismo” y había sentenciado con la frase “¡Ojalá que nada suceda…!”.

En noviembre de 1910 inició la Revolución Mexicana, Estados Unidos sólo se limitó a atestiguar el derrumbe del gobierno de Porfirio Díaz.